domingo, 23 de diciembre de 2007

17: CUADERNO DE BITÁCORA


Cuaderno de bitácora del navío Gritos en el Pasillo:


Domingo veintitantos de abril. Año 2004 de nuestro señor.


Dentro de poco llevaremos un año navegando por estos mares inciertos. La moral de la tripulación ha pasado por momentos mejores.


Llevamos demasiados meses encerrados en este barco. Sólo podemos comer cacahuetes. No hay ningún otro alimento en la bodega, y la tripulación empieza a estar un poco harta. Cada vez que alguien menciona cualquiera de los restantes eslabones de la cadena alimenticia, nuestras bocas babean con nostalgia. Incluso algunos alimentos que en otros tiempos habríamos situado por debajo del cacahuete en nuestras preferencias se aparecen ahora en nuestros sueños como tentaciones paradisíacas, como anhelados frutos prohibidos, como rocío de Ávalon...


En ningún momento he creído que la dieta de frutos secos nos esté matando. Nos aporta todo lo que necesitamos para vivir. Es la monotonía lo que nos hace enloquecer. Es el hecho de encontrarnos todos los días con el mismo sabor, la misma textura, el mismo crujido de la cáscara.


Procuro mirar las cosas desde una perspectiva más positivas. Intento apreciar todos los encantos de nuestra dieta rica en magnesio, evoco todas las razones y sentimientos que nos indujeron a cargar de frutos secos las despensas de provisiones de nuestro barco. En ocasiones consigo inundarme de esa positividad. Pero los sentimientos positivos se desvanecen cuando veo la cara de los restantes marineros. Porque en sus caras veo los reflejos de lo que, por el bien de nuestro viaje, yo trato de pasar por alto: Que llevamos más de diez meses comiendo cacahuetes, y que eso son muchos meses para una tripulación tan pequeña como la nuestra.


Seguimos encontrándonos con algunos obstáculos en los senderos del océano. Algún que otro iceberg, un arrecife, el traicionero banco de coral... o esas dichosas tempestades que nos obligan a replegar las velas. Normalmente son obstáculos bastante predecibles, y no nos pillan en absoluto por sorpresa. Pero somos demasiado pocos en este barco. Tres marineros encuentran demasiadas dificultades para gobernar un barco de semejante tamaño. Para salvar los obstáculos hay que estar al mismo tiempo en el timón, en el mástil, en la torre de vigilancia, frente a los mapas apergaminados de la mesa del camarote, tras la mirilla del astrolabio, reparando las goteras del techo, para que la pólvora no se moje...


Si todo eso lo tienen que hacer solamente tres marinos (en ocasiones dos) una misma persona tiene que correr continuamente del timón a las maromas, confiando en que la otra persona corra del mástil a la bodega y luego se pase por el astrolabio... y uno acaba bastante agotado. Más agotado psicológica y moralmente que de una forma física. Y, obviamente, los obstáculos no se superan todo lo bien que se debiera.


Últimamente mis compañeros de bote no trabajan con la misma ilusión y el mismo empuje. Estos diez meses de navegación incierta están haciendo estragos en su moral. Yo sigo diciéndoles que el viaje merecerá la pena, que tarde o temprano llegaremos al nuevo continente prometido, que allí encontraremos tierra firme, remedios para nuestras necesidades y la recompensa (sea cual sea) por haber recorrido tantas millas de inexplorado mar hostil.


Pero creo que hace semanas que dejaron de creerme. A veces me parece captar cierto escepticismo en sus miradas. Tal vez el mismo escepticismo que yo lucho por ocultar a mi propio reflejo en el espejo.


Es difícil creer en el nuevo continente. Según las primeras mediciones astrológicas, se suponía que llegaríamos a nuestro destino hace cuatro o cinco meses. Pero esos cuatro o cinco meses fueron apareciendo uno tras otro, como si hubiesen acechado escondidos entre los arrecifes de coral, para prolongar la navegación indefinidamente, hasta el punto de que ya no estamos seguros de nada. Hemos arrojado al mar todos nuestros relojes de arena. Ya no confiamos en el tiempo. Esos meses traicioneros, esos meses sorpresa, producen un efecto similar al de una muerte lenta. Pero es todavía peor: Es vida lenta. Es estar conectado indefinidamente a la máquina sin que la eutanasia de nuestro estimado barco se pueda plantear como una opción coherente.


Por eso es lógico que los navegantes ya no crean ninguna promesa acerca de la llegada al nuevo continente. Manejan los aparatos del barco como zombies, sin motivaciones, sin ilusiones, sin vida, sin un rumbo demasiado definido... Pero no tienen intención de desertar. Al fin y al cabo, ingresaron en el barco por voluntad propia. Sabían el precio que se pagaba por ser tripulante de este barco. Es más, fue el navegante Alby quien me convenció para quitarle el polvo a este viejo navío que construí con mis propias manos hace ya dos o tres años... para luego abandonar pudriéndose en los muelles, por no encontrar a nadie entonces que me ayudase a deshacer los nudos de las maromas.


En las últimas dos semanas la navegación se ha hecho más lenta. Hay motivos para ello. Estamos atravesando el archipiélago que los indígenas conocen como ”Taller de cortometraje de la semana temática de cine del instituto Santo Tomás de Aquino”.


Tal vez llegaríamos antes a nuestro destino si hubiésemos virado a estribor y hubiésemos circunvalado ese archipiélago, pero teníamos razones para entrar en este cúmulo de islas: No solamente razones diplomáticas (habíamos prometido a los habitantes de las islas que pasaríamos por aquí en estas fechas, del mismo modo en que lo hicimos en otra expedición, el año pasado). No. No es sólo eso. También nos viene bien recalar en las islas para recolectar provisiones.


La tripulación agradece ese cambio. Yo mismo experimento cierto alivio al pisar de nuevo la tierra firme, de isla en isla, y probar frutos tropicales distintos de los sempiternos cacahuetes.


Es normal que todo eso nos tiente y nos incite a demorarnos más de lo previsto en estas islas, pero no deja de preocuparme el hecho de que estamos descuidando el mantenimiento del navío y de que no sabemos cuándo la corona dejará de financiar nuestra expedición.


En otras palabras: Es bueno repostar en este archipiélago, y es bueno también dejar sembradas en él semillas de árboles frutales para el camino de vuelta (todavía no sabemos si vamos a regresar del nuevo continente con las manos vacías; si vamos a descubrir que el nuevo continente no es otra cosa que un erial sombrío, un páramo estéril...). Es bueno repostar... pero no podemos descuidar el ritmo de la navegación. Y puede que lo estemos descuidando. Es cierto que tras la experiencia del pasado año navegamos con bastante soltura por estas líneas, pero a veces me asalta el temor de que a veces damos a sabiendas algunas vueltas innecesarias simplemente porque tenemos miedo de salir al mar abierto.


Porque sabemos que en cuanto abandonemos el archipiélago todo se volverá a reducir a una dieta rica en magnesio pero pobre en variedad; porque sabemos (los instrumentos de medición lo confirman) que la gran tormenta se avecina, y aunque los poderosos vientos de esa tormenta acelerarán nuestra marcha y nos llevarán con gran rapidez hacia nuestra meta, corremos el riesgo de que las olas kilométricas nos hundan en los abismos, o de que el huracán no haga llegar a tierra firme, pero con tanta violencia que acabaremos estallados como una pita contra las rocas, y el navío quedará convertido en un cascarón roto y vacío, como los cascarones de los cientos de manises que alberga en las entrañas.


No tiene por qué suceder eso. Somos pocos navegantes, y sabemos navegar por estos mares como nadie. Tal vez el círculo polar de los 35 mm nos venga demasiado grande, pero en estos mares, en estas latitudes... ni siquiera el almirante Welles o el pirata Hitchcock se atrevería a desafiarnos. Ni siquiera las olas y los vientos pueden vencernos, aunque seamos sólo tres, o dos... Pero es importante que seamos conscientes de ello como lo fuimos antaño... y es importante que estemos lo suficientemente despiertos, lo suficientemente atentos... y que no olvidemos cómo empezó esta expedición, de dónde partió, por qué partió y adónde queremos llegar.


El navegante Enrique Light Artisan tomó prestado un bote y nos abandonó temporalmente. Dice que escuchó el canto de una sirena en un islote lejano y no podía resistirse a su llamada. No sé si le habremos perdido. Aseguró que volvería mañana, pero es difícil estar seguro con alguien tan enamoradizo como el navegante Light Artisan. Queda al menos el consuelo de que sé de buena tinta que la sirena que le espera en el islote es de las que devoran a los marineros, pero no a mordiscos, sino a besos.


En fin... Si regresa lo castigaré a pegar las puertas de las bodegas y a seguir cultivando césped artificial. Y luego rezaré por poder contar con él y con el pleno uso de sus facultades cuando la tempestad se desate.

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